domingo, 17 de enero de 2016

A resguardo.

A resguardo.
Recogí el carcaj del suelo y corrí a refugiarme del aguacero hacia la cueva. La entrada, aunque era poco profunda, estaba seca y era lo suficientemente amplia como para resguardarme de la tormenta. Miré hacia el manzano y, a pesar de su cercanía, sólo pude vislumbrar a través de aquella cascada de agua una especie de sombra, parecida a un monigote, que se movía debido a los embates del viento. Pensé que Olaf se habría levantado y corrido a refugiarse en alguna parte, pero unos años después, en una de esas mil y noches embriagados de hembras y alcohol que vivimos juntos, y con la cortesía con que siempre me trató, me reveló que en el trastero de su memoria aún recordaba aquel día y que él había permanecido allí recostado, amamantándose del cordón umbilical que lo unía a sus dioses. Una respiración no humana, procedente del interior de la cueva, hizo que me volviera asustado con sólo un débil carcaj como arma.

Desafiando a los dioses.

Desafiando a los dioses.
A pesar de no haber obtenido respuesta alguna a su requerimiento de adhesión del pequeño grupo que conducía, Olaf siguió adelante. Yo lavaba la herida de su muslo al acabar nuestra jornada de duro caminar, a veces con la nieve encontrada en el camino, y cambiaba la especie de vendaje que la cubría. Mi camisa sólo sirvió un par de días para tal menester, pero las mujeres que nos seguían ofrecieron parte de sus ropajes para intentar sanar a la única esperanza que les quedaba. Olaf no había vuelto a decir nada desde que mató a Tolland; ni siquiera se quejaba del inmenso dolor que debía sentir al dar cada paso. Apoyado en su alfanje y en el carcaj avanzaba, con pasos cortos, sin mirar atrás. Retiré el vendaje al atardecer del cuarto día y este apareció limpio. Olaf lo observó y sonriendo me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba.
– Es hora de consultar a los dioses – dijo-. Es hora de que se decanten. O conmigo o contra mí. Ellos deciden. Comunión o apostasía. No hay término medio.
Los dos nos alejamos a cierta distancia del pequeño grupo que, agotados, hambrientos y ateridos, se reunían bajo unos pinos formando un círculo para protegerse del viento helador que azotaba aquellas tierras.
– ¿Llevas el pedernal? –me preguntó.
Asentí, y seguimos caminando. La luz iba menguando y sobre un pequeño otero pudimos contemplar la figura de un árbol solitario. Nos acercamos a él. Era un manzano. Olaf dejó en el suelo el alfanje y el carcaj, y se quitó toda la ropa que le cubría. Quedó completamente corito ante mi presencia. Agarró con fuerza el alfanje y lo clavó en el árbol; después se tumbó boca arriba sobre la nieve y apoyó su cabeza en el manzano. Pareció dormirse. De la empuñadura de la espada comenzó a caer, gota a gota, una especie de resina blanca hacia la boca de Olaf. Sus labios se movían a cada impacto y parecía como que pronunciaba palabras: Orni… To… Rinco… —sus tres demonios—. La resina caía y Olaf hablaba. El cielo se oscureció de repente y un relámpago dibujó serpientes en él. A mi derecha, a muy corta distancia, vislumbré la entrada de una cueva y la galería que conducía a su interior. El trueno tardó poco en romper el silencio. <<Está cerca>>, pensé… y comenzó a llover.

Seguimos.

Seguimos.
Corté el astil de la flecha, me quité la sucia camisa que llevaba puesta desde que abandonamos la aldea, la rompí y con ella vendé lo mejor que pude la pierna de Olaf. Me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba, y me dijo:
-Nunca faltará una camisa para cubrir tu torso. Nunca te dirán que eres un perdulario.
Asentí, sabiendo que sus palabras se cumplirían.
-Tráeme el carcaj de Tolland.
Fui a por él. Tolland se hallaba boca abajo, con el alfanje clavado en el corazón y parecía flotar sobre el charco que su sangre había formado en el frío suelo. Corté la tira de cuero que lo sujetaba a sus hombros y tiré con fuerza.
-Tráeme también mi espada –me dijo Olaf, observando desde el suelo la escena.
Me acerqué y le entregué lo que me había pedido. Asió el carcaj con su mano izquierda y el alfanje con la derecha. Se levantó y su figura formó una perfecta sinfonía con las montañas nevadas que se elevaban tras él; como formando parte de ellas.
- ¡O conmigo, o contra mí! –gritó hacia lo que quedaba de su pueblo.
El silencio fue la respuesta obtenida.

Querella.

Querella.
“El cansancio y la falta de esperanza hacía mella, cada día que pasaba, entre aquellos que aún se mantenían en pie. Incluso Olaf parecía cansado y abatido. No es de extrañar que surgiera la primera querella. Tolland, hijo del antiguo jefe de la aldea, y dos años mayor que Olaf, ya había mostrado ciertas reticencias ante el liderazgo de aquel mequetrefe que dirigía a los que creía, por derecho de linaje, sus súbditos. Aunque no había conseguido ningún apoyo en los instantes posteriores al desastre, debido a su mal carácter y crueldad, cada día eran más los que se arremolinaban a su alrededor buscando quizá otra salida a la situación. Una fría tarde, cuando la niebla había ocultado el débil sol que apenas los había calentado durante su cotidiano peregrinar ocurrió lo inevitable.
–¡Olaf! –gritó Tolland, apenas a unos metros.
Este se volvió despacio, sin apenas alterarse, aunque su mano derecha se enrojecía a medida que apretaba con fuerza la empuñadura de su alfanje.
-¿Qué quieres? –le respondió con voz cansada y mirándole a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba.
-Ya es hora de que dejes que alguien con más valía se haga cargo de esta desastrosa situación-. Y levantó su arco hacia él.
-¿Y ese alguien eres tú? –preguntó en alta voz, mientras elevaba la mano derecha y apoyaba el alfanje sobre su espalda-. ¿Una mierda de rata tísica, se cree capaz de sacar a lo que queda de este pueblo de una muerte segura?
La flecha surgió de repente del arco de Tolland. Olaf se inclinó hacia su izquierda lanzando el alfanje. Tolland, desprevenido, solo tuvo tiempo de dirigir sus ojos hacia su pecho y ver la empuñadura de la espada que atravesaba su corazón. Olaf se mantenía en pie, ligeramente escorado sobre su lado izquierdo. En su pierna se podía ver clavada la flecha. Corrí hacia él y me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba. –Corta el astil y deja el resto dentro –me dijo. Ya sanará.”

Marchando.

Marchando.
Los días se hacían eternos y las noches no tenían principio ni final. Un pueblo que caminaba entre nieblas buscaba una luz mirando siempre al frente y había olvidado, a duras penas, lo que había quedado detrás. Un niño los conducía y el simple vuelo de una oropéndola , con su plumaje dorado, hacía renacer en sus corazones una esperanza al confundirla con un rayo de sol, en medio de la negrura de un camino cuajado de esfuerzos por dar el próximo paso. No había entre ellos ninguno que destacara en arte alguno; exceptuando las prodigiosas manos de mujeres acostumbradas a preparar un escaso condumio con agua del arroyo, un níscalo encontrado bajo los pinos y trozos secos de alguna rata cazada a pedradas. Olaf marcaba el paso. Los demás pisábamos sobre sus huellas. La sangre inocente, derramada por los nuestros sobre la tierra que nos vio nacer, se nos agolpaba en los ojos y Olaf llevaba el alfanje boca abajo, a la funerala, en señal de duelo.

Dejando muertos en el camino.

Dejando muertos en el camino.
Lo que quedaba de un pueblo, en otros tiempos numeroso, orgulloso y pagado de sí mismo, caminaba dirigido por un adolescente de apenas catorce años que sólo destacaba por el alfanje que lucía en su mano cuando lo levantaba cada mañana señalando hacia la salida del sol… el día que salía. Nuestra delirante marcha hacia ninguna parte menguaba los componentes del grupo a cada paso que dábamos, y aún así Olaf no cejaba en dar ánimos a los supervivientes. Mirábamos hacia atrás y no era difícil vislumbrar el cuerpo de un niño caído, inerte y falto de hálito vital; o una mujer a su lado derramando lágrimas, y esperando la llegada del momento de acunar a su ser más querido en las estrellas; o un anciano curtido por el paso del tiempo, marcando en su cara las arrugas del peso de la azada y el arado o mostrando en su cabeza las canas oscuras de una vida a golpes de coraje. Día a día, noche a noche, entrábamos en una espiral que tenía un principio, pero no parecía tener final. Subido a una loma, vislumbrando como el atardecer cambiaba los colores del cielo en la lejanía se volvió hacia nosotros. Unos dos centenares de personas salimos de la aldea tras el ataque del rey Mignón… apenas dos docenas nos manteníamos en pie tras nuestro rey.
-¡La vamos a liar¡ -gritó enfurecido-. ¡La vamos a liar!
Y vaya si la liamos, Rey Olaf. Vaya si la liamos.

Adelante.

Adelante.
Las noches se hacían eternas debido al frío y a la falta de esperanza. Tras nuestra marcha de la aldea, cada atardecer, mujeres, niños y ancianos buscaban cobijo bajo las escasas ramas de los pocos árboles que crecían en aquella tierra yerma, azotada constantemente por los vientos provenientes del norte y cubierta aquellos días por una fina capa de nieve. Sólo en el efímero resguardo de aquellos árboles se podía encontrar un lugar menos húmedo donde poder postrar el cansancio de unos cuerpos agotados. Raíces y pequeñas bayas encontradas por el camino eran el sustento diario. Pero nadie miraba atrás, todos avanzaban hacia adelante. Detrás quedaba el recuerdo tendido en prados de fresca hierba; delante el lucubrar con días de risas y festejos. Olaf era el único que, durante la noche, permanecía despierto. Apoyado fuertemente en el suelo, con las dos manos sobre el alfanje encontrado tras la trágica debacle de su pueblo, miraba las estrellas y buscaba respuestas en el zodiaco. Me acerqué a él en silencio y así su mano. Me miró a los ojos -como siempre hacía cuando de algo importante se trataba- y me susurró: Tú eres Cáncer, amado mío.

Tras la batalla.

Tras la batalla
Olaf, agarrado a mi mano, miró en derredor. Nunca he podido saber que pasaba en aquellos momentos por su cerebro. Yo seguí su vista y me encontré rodeado de humo, llanto y fuego. La aldea, nuestra aldea, derramaba sangre aquella mañana. Sangre inocente por todas partes resbalaba tiñendo el lugar que había sido cobijo, refugio y hogar de hombres y mujeres que solo aspiraban a respirar cada día. Catorce años tenía Olaf; ocho veranos había sobrevivido yo. Mujeres y niñas se abrazaban a cuerpos inertes, repletos de heridas mortales, maldiciendo a quienes las infligieron o susurrando letanías a dioses ancestrales, mientras un atisbo de cálido sol hacía presente el escenario de aquella matanza.
-¡A mí! -gritó-. ¡A mí!
El silencio siguió a su llamada. Ojos temerosos levantaron sus miradas y leves movimientos se sucedieron. Las viudas fueron las primeras en acercarse, las huérfanas las siguieron, los niños pequeños, viéndose desprotegidos, acudieron buscando refugio. Todos los sobrevivientes de aquella desigual contienda rodearon a Olaf. Él los miró a cada uno de ellos a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba. Se dirigió al pequeño aljibe que suministraba agua potable, situado en el centro de la aldea, y sumergió en él su débil brazo. Un alfanje surgió asido, como si una prolongación se tratara, de su mano. Lo elevó hacia el cielo. Una mujer, vestida de negro, con lágrimas en los ojos y rastro de sangre en sus dedos le ofreció un alfajor. Olaf lo aceptó con el mismo amor que un padre recoge en sus brazos a su hijo, lanzado por los aires, el día que cumple otro año de vida. Se lo metió en la boca y masticó despacio, degustándolo.
-¡Nos vamos! –gritó-. ¡Nos vamos!
… Y nos fuimos.

Otros recuerdos.

Otros recuerdos.
Mi madre yacía en el suelo y el cuerpo de mi padre, como una sábana mortuoria, la envolvía. Una espada atravesaba a los dos. Durante muchos años sus cuerpos se habían unido para dar vida y ahora, del mismo modo, con un abrazo acogieron el paso infame de la muerte. Él aún mostraba cazcarrias en su capa de piel, que se habían secado debido al inmenso calor que desprendían las casas incendiadas de la aldea. Ella sostenía entre sus dedos una vedija, blanca como la inacabada camisa que descansaba en la rueca tras la que me había refugiado instantes antes de la entrada violenta de los soldados del rey Mignón. ¡Parné! ¡Parné! –gritaban, mientras yo cerraba los ojos como un pazguato. Ni una sola lágrima derramé al ver a mis padres muertos: un niño de ocho años tiene maneras, a veces no racionales, de apencar con los acontecimientos que le suceden. Salí al exterior. Todo era humo, sangre y llanto. Lo vi en el centro de la aldea, en pie, cubierto de barro y mirando fijamente hacia el otero. Gritaba. Me acerqué a él despacio, con cierto miedo –era unos años mayor que yo-. Volvió su rostro hacia mí, me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba y me tendió la mano. Yo la agarré con fuerza y supe que le amaría hasta dar por él hasta la última gota de mi sangre. Muchos años después descubrí que algunos, en viejas chanzas de tabernas mugrientas, me llamaban el correveidile del Rey. No, yo soy el “correveymata” de Olaf.